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Los Derechos Humanos son universales, son generosos, son inclusivos. No existe ser humano que no esté protegido por ellos.

¿Qué quiere decir esto? Que todos, TODOS, podemos exigir de las instituciones y poderes públicos que esos Derechos Humanos lleguen a nosotros.

¿Y alcanza con la existencia de las Declaraciones de Derechos? Pues no, las Declaraciones (como la DUDH, o las Constituciones nacionales), no se aplican por sí mismas, pero son una herramienta, una defensa que tenemos los seres humanos frente al Estado, que es quien tiene el monopolio de la fuerza y quien debe protegernos.

¿Y por qué decimos que los Derechos Humanos son generosos, son inclusivos? Porque bajo su ámbito de protección entramos todos. Afortunadamente los Derechos Humanos no se gastan por su uso, al contrario, su uso y difusión los mejora, los fortalece y hace crecer. Mientras más personas disfruten de sus derechos, más asegurados tendremos el disfrute de los nuestros.

Sin embargo –y esto ocurre de forma bastante generalizada- al compás de las noticias policiales (más bien al compás de los hechos seleccionados por los editores de prensa como noticiables) cada vez más personas asumen el discurso falaz de que los Derechos Humanos solamente se aplican en favor de los criminales, que los Derechos Humanos no protegen a las víctimas. O si no, se repite una frase ocurrente, pero no inteligente: “Los Derechos Humanos para los Humanos Derechos.”

¿Quiere decir entonces que existirían seres humanos que quedarían excluidos de su protección?

Para quienes así piensan, los Derechos Humanos dejan fuera a los “humanos torcidos” y, casi sin dudar y por unanimidad, ponen en esta categoría a los delincuentes de las noticias que nos aterran. Cuidado, no me refiero a los especuladores de Wall Street, ni a los defraudadores, ni a los fabricantes de armas e ideólogos de guerras. Porque resulta que ellos no nos aterran. No de la manera en que nos aterran e indignan los sucesos policiales y, en especial, si en el hecho intervienen menores de edad.

Al ritmo de los titulares de prensa, asistimos a exigencias de pena de muerte, prisión perpetua irrevocable, imputabilidad de los menores como adultos, inversión del principio de inocencia, mano dura policial (como si fuera blanda normalmente…). Y muchas personas creen de verdad que estas son soluciones para evitar el aumento de la criminalidad, volviendo al pensamiento mágico de los hombres de las cavernas, que dibujaban en las paredes aquello a lo que temían, para así atraparlo. Hoy –al decir del reconocido jurista Eugenio R. Zaffaroni- las paredes de las cavernas son los Boletines Oficiales, creemos que por arte de magia, si endurecemos la ley resignando Derechos Humanos, controlamos aquello que nos aterra.

De nada sirve que se presenten estudios, informes, estadísticas que muestran y demuestran que la pena de muerte no disminuye los delitos (al contrario, perdido por perdido, el delincuente ya no tendrá motivo para detener su carrera delictiva); que imputar a los menores como adultos lo que hace es crear más delincuentes (al privarlos de la posibilidad de reinserción); que la represión policial innecesaria y excesiva es tan ineficaz como la falta de presencia policial.

Y este discurso inexacto y excluyente no sólo es asumido por la derecha reaccionaria, también es asumido por una franja importante de la población, una clase media que de buena fe cree que eso le traerá más seguridad. Y que también ingenuamente cree que los criminales son los otros (“a mí eso no me pasa”) al tiempo que cree que los Derechos Humanos actualmente favorecen únicamente a los “criminales”.

Como resultado, o bien se resta importancia a los Derechos Humanos, como algo pasado de moda e ideologizado, o bien se pretende una vigencia de los Derechos Humanos reducida exclusivamente a la “gente de bien”, a los “humanos derechos”. De este modo, y gradualmente, van saliendo del paraguas de su protección los “humanos torcidos”: primero los que cometen delitos graves, luego los que incurren en delitos menores, los menores que delinquen, los inmigrantes sin papeles, los enfermos mentales, los marginados, cualquiera de nosotras. Creerán que exagero, pero ¿por qué tenemos que creer que esa exclusión encontrará su límite antes de alcanzarnos?

¿Y qué hacemos entonces para revertir este discurso?

Principalmente, confiar en la universalidad de los Derechos Humanos, su amplitud y su carácter inclusivo. PENSAR. Y hacer pedagogía, mucha pedagogía. Pensar es gratis, dice mi amigo Jaume D’Urgell (algo tan obvio, pero que parece olvidado).

Comprender y hacer comprender que así como todas podemos ser víctimas, todas podemos cometer delitos. TODAS. Que es mejor hablar de personas que cometen delitos. No de criminales. Personas despreciables y crímenes que nos revuelven el estómago, claro que los hay, como en toda la historia de la humanidad. Sin embargo las leyes penales y las garantías, además de estar pensadas para las personas que delinquen (a ver quien se anima a asegurar que nunca lo hará) también están pensadas para los inocentes imputados de delito (a ver quien cree que nunca le va a tocar). Para unos y otros, para nosotras, que somos el 99%.

Porque creemos en la universalidad de los Derechos Humanos (y hoy Argentina está siendo ejemplo en el mundo en ese aspecto) es que no estamos torturando a Videla, Astiz y los demás genocidas para que nos digan donde tienen a los 30.000 desaparecidos (diría mi amigo Eddie Abramovich). En cambio, están siendo juzgados en un proceso penal con todas las garantías a que tienen derecho. PORQUE SOMOS MEJORES. Y PORQUE PARA NOSOTROS NO HAY HUMANOS DE SEGUNDA.

Y algún lector opinará: es muy fácil hablar así cuando no te han hecho nada, cuando no han violado o asesinado a un familiar. Estimado lector que así piensa: deseo que nunca tenga que pasar por ese trance, y si lo ha pasado, deseo que se haya hecho justicia. Dicho esto, puedo asegurar que si alguien llegara a agredir gravemente a alguien de mi familia, serán mis amigos los que me tengan que encadenar para que no me encargue yo misma de asesinar a esa persona, y de la forma en la que más pueda sufrir. Y si tuviera que ser abogada defensora de un padre que mata al violador de su hija, estoy segura de que podría lograr la absolución o –cuanto menos- una pena mínima. Pero el Estado, no soy yo. Cuando la sociedad en un momento de su historia decidió abandonar la venganza privada y conceder al Estado el monopolio de la sanción penal, fue precisamente para protegernos. Porque el Estado debe perseguir la paz social, no la venganza.

El camino –en cualquier caso- no pasa por menos derechos para una categoría de personas –los que han cometido delito o pertenecen a un grupo de riesgo- en la que podemos caber todos.

El camino está en todo caso, en más derechos para otra categoría en la que también podemos estar todos: LAS VÍCTIMAS.

Más derechos para las víctimas, las actuales y las futuras. Lo que implica procedimientos penales que no las dejen al margen, pero esto no tiene nada que ver con considerar a los delincuentes como «no humanos».

Lo que implica también prevención, integración, tomarse en serio lo de trabajar con los grupos de riesgo (nadie busca ser marginado), y teniendo claro que no sirve para eso el «meta bala» ni la «mano dura».

El camino está también en pensar en nuestros hijos y nietos. En trabajar desde ahora en reducir la criminalidad futura, en dejar de crear otro tipo de víctimas, las víctimas del sistema que los margina. No atenderlos, es considerarlos víctimas de segunda. ¿Cómo? Educación, integración, trabajo, salud, alimentación, PLANES serios, políticas de Estado.

Reclamar por los derechos de las víctimas, no tiene porqué privar de sus derechos a los imputados o condenados, ni olvidar que no hay mejor receta que la prevención. De ningún modo.

Por último, quiero llamar la atención sobre otro discurso que –si bien proviene del “lado contrario”- me resulta igual de preocupante que el que acabo de cuestionar. El que dice: “quienes se preocupan y ponen el grito por las víctimas de la delincuencia callejera, nunca reaccionaron igual por los niños que mueren de desnutrición o las mujeres que mueren en abortos ilegales.”

Lo pronuncian también personas bienintencionadas, de buena fe, preocupadas especialmente por las cuestiones sociales. Sin embargo, para este discurso –aunque involuntariamente- también hay víctimas de segunda.

Si para la derecha reaccionaria las víctimas del sistema son víctimas de segunda, para nosotros, para quienes creemos en los Derechos Humanos, todas las víctimas nos importan por igual.

¿Acaso podemos decir que sufre más o menos quien pierde a un hijo por negligencia médica, por un robo, por un crimen machista, por gatillo fácil, por un accidente de tránsito, por desnutrición, por sobredosis, o un atentado terrorista?

Serán distintas causas, distintos responsables, y por ende distintas maneras de abordar esas violencias, pero TODAS las víctimas nos duelen igual, y si hay manera de prevenir esas muertes, el Estado debe ocuparse.

Porque creemos en la universalidad de los Derechos Humanos, no discriminamos.

María Claudia Cambi, en Valencia, agosto de 2010.

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