El 4 de septiembre de 1977 Adriana y Hugo tenían 20 años y una hija de pocos meses, María Laura. Un domingo soleado, en casa de unos amigos y a punto de dar cuenta de una bandeja de ravioles, cien efectivos -CIEN- de las fuerzas de seguridad de Rosario, se los llevaron para no devolverlos más.
No faltará quien piense «Eso ya pasó, olvidemos de una vez. Como si no hubiera suficientes problemas que atender…». Ni faltará tampoco quien vea las decenas de miles de secuestrados, asesinados y desaparecidos de la dictadura cívico-militar argentina -la más sangrienta de Latinoamérica- como una estadística, una cifra, impresionante, pero cifra al fin.
Para ellos, no encuentro mejor respuesta que estas palabras que reproduzco más abajo que no son mías sino de Laura, la hermana de Adriana. No acostumbro publicar textos de otros autores, pero en este caso, cualquier intento de usar mis palabras para imitar lo que pueden transmitir las palabras de Laura, sería literariamente antiecológico, por innecesario y por no poder mejorar nunca el resultado.
El motivo principal de este post es homenajear a Adriana Tasada y Hugo Megna, pero quiero que en la persona de Laura sea también un homenaje a su familia, una familia para la que -como ella misma dice- septiembre ya no es más el mes de la primavera.
Con su dolor y su amor intactos no piden venganza sino justicia. Y a los que fueron cómplices con su silencio, que se escondieron cobardemente detrás del «algo habrán hecho» y el «no te metás», que en lugar de aceptar su miseria moral pretenden hacer creer que todos son como ellos, Laura sólo les desea que aunque sea por un segundo -un único segundo- sientan lo mismo que ella y su familia y las de todos los desaparecidos y asesinados. No les desea el mismo sufrimiento, les desea que adquieran la virtud de la empatía. Ahora sí, los dejo con las palabras de Laura.
La última vez que la vi a mi hermana fue cerca de «la mandarina», zona sur de Rosario. La mandarina era una construcción cerca del frigorífico Swift que alguna vez había estado destinada a tener un monumento a Evita, pero que jamás se dio, y quedaron estos gajos de cementos circundando…nada.
Adriana se acercó a mí en contraluz.
Le vi su panza redonda, hermosa circunferencia de vida, a medida que se iba acercando con el sol a su espalda. La luz jugaba otras luces en su pelo y su contorno.
La vi tan hermosa.
Lástima no haber sabido que iba a ser la última vez.
No me hubieran podido separar del abrazo. Pero no supe.
Pero no presentí.
Un chico que estaba detenido -porque de chicos hablamos- le dijo a su madre que le diga a mi madre que los chicos estaban muertos y enterrados en el cementerio La Piedad. Y que la nena había pasado por el Juzgado de Menores.
Patitas de recién nacida en la Maternidad Martin que coincidieron con patitas de NN secuestrada el 4 de setiembre del ’77, con documentación preparada y lista por jueza de menores cómplice para darla de adopción al que estuvo en el secuestro de sus padres.
Cinco meses estuvo perdida.
A sus nueve meses, encontrada y recuperada.
La esperaba en el departamento de San Luis 1119, 4ª piso, de Rosario. Mi madre la subía en el ascensor antiguo, de rejas. Estaba en un cochecito, ella, tan buscada, tan parecida a su madre. Abrí las rejas del viejo ascensor, y me largué a llorar.
Todos llorábamos.
Fui al cine a ver una película, «Julia», sobre un hecho verídico.
Julia, miembro de la resistencia en Alemania durante la segunda Guerra Mundial; su amiga, Lillian Hellman, esposa del escritor Dashiel Hammet, fue a Alemania sirviéndole de correo. Julia desapareció en esos días. Estaba embarazada y tuvo una niña, la que su amiga Lillian nunca dejó de buscar. Jamás la encontró.
Aún habiendo encontrado a mi sobrina, me paré en el cine con una inmensa angustia en el pecho, gritando «¡hay que encontrar a la nena!».
No me acuerdo quién me hizo sentar, volviéndome a la realidad, mi realidad.
Yo tuve suerte.
Tuvimos suerte.
Más suerte que más de 400 familias que aún esperan noticias, que esperan saber que sus nietos, sobrinos, primos, sobrevivieron, llevando la sangre, la carne, la genética y la historia de sus seres ausentes, asesinados, torturados, masacrados…como retoños del árbol querido, extrañado, en falta eterna, en vacío de lugar en la mesa, en los festejos, en los aniversarios, en los nuevos nacimientos, en…siempre…en siempre…ausencia.
Escucho en los medios, escucho mucho.
Que Clarín, que manipulación, que se le debe exigir perdón al gobierno, que la oposición…
Las mujeres que entonces tenían 40, 50 años, hoy tienen 80, 90.
Sus mesas siguen vacías. Su dolor, intacto.
No hay retoños del árbol caído.
No están sus risas, su juventud, sus caras tan parecidas a los queridos ausentes.
Está la inmensa desolación de pensar que tal vez se los crucen en alguna esquina; la desesperación de tratar de encontrar parecidos en caras desconocidas.
Estela de Carlotto es hoy el enemigo.
Las Abuelas, son hoy el enemigo.
Estas mujeres, despojadas de sus hijos y de sus nietos, son hoy la comidilla de aquellos a los que nunca les pasó nada, y cómo habría de pasarles, desde sus cómodos lugares del notemetás y poralgohabrásido. Desde sus mezquinos intereses.
No sufrieron escarnio, ni allanamientos, ni persecuciones, ni extorsiones, ni pasaron más de tres décadas siendo parias sociales, golpeando puertas que jamás se abrieron.
Se levantan voces airadas ahora, en la seguridad de la democracia, las mismas voces que jamás se levantaron cuando vivíamos el horror día a día, cuando el protestar significaba, tal vez, perder la vida; pero entonces, no hubo voces airadas: solamente las de estas mujeres, dueñas de ovarios del tamaño de una galaxia.
Cobardes.
Mierdas cobardes en época de elecciones, tratando patéticamente de quedar bien para conseguir los votos de la derecha.
Pequeñas mierdas cobardes.
Oportunistas.
Les deseo un segundo, sólo un segundo, nada más que un segundo, estar en el cuerpo de cualquiera de nosotros.
Les deseo un segundo, sólo un segundo, nada más que un segundo, la desesperación de no saber dónde está su hijo, su hermano, su nieto, la certeza de la tortura sobre el cuerpo amado, la desaparición de esos retoños queridos.
Realmente, se los deseo.
Pero los escucho hablar, y, creo, que ni aún así.
Laura Elena Tasada.
Rosario, julio de 2011